La geografía es el destino
La primera vez que tuve que escribir una biografía sobre mí mismo para un libro no supe por dónde empezar. No era por falta de hechos, sino por exceso de vacíos. El editor de mi primer libro me pidió una semblanza para la solapa. "Contá quién sos", me dijo. Pero ese "quién" tropezaba con el "dónde".
Puse: "Nació en Bahía Blanca". Era cierto. Pero no del todo. Nací en Bahía Blanca porque el hospital de Pedro Luro, mi pueblo, no estaba preparado para recibir un bebé enredado en el cordón umbilical de su madre. Esa frase la repetí durante años como quien intenta justificar una traición geográfica. Como si tuviera que explicar por qué fui infiel al suelo que me crió.
Fui criado en Pedro Luro, un pueblo agrícola del sur bonaerense donde las calles tienen nombre de números y los trenes dejaron de pasar mucho antes de que yo empezara a hacer preguntas. A los 18 me fui a estudiar a la ciudad. A las ciudades. Desde entonces, el arraigo empezó a disolverse como una foto que se moja. Ya no me sentía de Luro, pero tampoco era de Bahía. Y aunque viví en la zona norte de Capital Federal, San Juan y ahora un poco en la Patagonia, no pude declararme ciudadano de ninguno.
Al emperador Napoleón Bonaparte se le escuchó decir que la geografía es el destino.
La frase parece una sentencia militar, pero es también un dictamen existencial. Es que el cuerpo aprende antes que la conciencia a decir desde dónde. Nadie crece donde planea. No elegimos ni el clima, ni el suelo, ni el idioma. El mapa nos antecede.
Y a veces, nos aplasta.
Napoléon sabía esto, como sabía también que el territorio define la historia: los imperios se levantan o caen por sus fronteras, sus ríos, sus montañas, sus accesos al mar. La posición condiciona el poder. El poder esto, el poder aquello.
Muchos están hoy obstinados en preguntar quién sos. Pero pocas veces se pregunta dónde sos. Como si la identidad fuera sin polvo ni viento ni distancias. Pero sí, es topográfico: está hecho de rutas, de márgenes, de bordes. Ser es también estar. Y estar, inevitablemente, es haber sido puesto en un punto del mapa.
La Biblia comienza con un jardín. Sigue con un éxodo. Luego con una tierra prometida. Todo en ella es geográfico. El pecado original ocurre en un lugar. Hasta el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. No flotó en el aire.
Jesús nació en Belén. El Hijo no eligió nacer en Roma, capital imperial, ni en Atenas, cuna del pensamiento. Nació en una tierra ocupada, en un margen. Fue llevado a Egipto. Regresó “para que se cumpliese la Escritura”. Caminó por Galilea. Subió a Jerusalén. Murió en el Gólgota. Resucitó en una cueva.
Incluso Dios, para ser Dios, necesitó una geografía.
Quiero decir: mi fe es en caminos, en subidas, bajadas, en pozos y montes. La salvación misma es un recorrido en el que la Verdad se revela. Incluso el Apocalipsis no termina con una nube, sino con una ciudad. Una nueva Jerusalén, con calles, medidas y orientación.
Un espacio habitable.
Por eso pienso que la biografía me resultó tan difícil: no era un problema de datos, sino de tierra. ¿Dónde empieza uno a contarse, si no sabe desde qué suelo habla? ¿Y si el suelo cambió? ¿Y si uno ya no se siente de ningún lado?
Nadie piensa ni hace desde el vacío: sí desde la nostalgia de un suelo o desde un norte.
Cuando al final escribí aquella solapa del libro, opté por una frase que no decía todo pero decía algo: "Nació en un campo de la provincia de Buenos Aires". Me pareció justa. Era, al menos, una declaración de incertidumbre. No había ciudad, ni pueblo, ni hospital. Solo campo. Un espacio sin calle, sin número, sin centro. Un lugar que no está en el mapa.
Tal vez la geografía no sea solo el destino, sino el dilema. El dilema de nombrar un origen sin quedar atrapado en él. O el intento. El desesperado aunque luminoso intento de fundar una patria sin coordenadas.
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